30 segundos era el título escrito a lápiz en la cuartilla que cayó de uno de los libros heredado de la biblioteca de mi abuelo.
Lo curioso es que aparte de este titular, 30 segundos, el papel estaba aparentemente en blanco.
Pero revisando la lectura del «nombre de la Rosa», de Umberto Eco, tuve la idea: ¿Y si estaba escrito con tinta hecha a base de zumo de limón?
No lo pensé más. Le puse un mechero por detrás y el calor hizo que aflorara esto que ahora voy a compartir.
Como adelanto deciros que mi abuelo era director de la compañía que gestionaba la intendencia en el Orient Express y que todo trascurre en 1918 en plena expansión de la llamada Gripe española que, en realidad, se generó en EEUU.
La Gare de l’Est
“Estaba esperando en Gare de l’Est (Estación del Este , París) a que llegara el tren procedente de Londres con destino a Verona y Venecia.
Eran las 15:53 de un viernes de 1918 y todo el mundo andaba asustado por las noticias que llegaban de las muertes por el virus influenza, muchas de ellas ocurridas en España.
La vi bajar de uno de los vagones y bastaron 30 segundos para enamorarme de ella.
No puedo explicar por qué. Esas cosas se saben.Son. Pasan. No hace falta hablar.
Se acercó hasta mí para preguntarme donde estaba la cafetería y la acompañé hasta ella, desentendiéndome del resto de mis obligaciones.
El mundo se detuvo
Lo reconozco. El mundo se había parado y ni siquiera la gripe, tan preocupante en aquellos momentos, pudo empañar ese instante de felicidad.
Apenas intercambiamos cuatro palabras al albur de una café; el último que nos íbamos a tomar, según las órdenes de alejamiento general que dictarían los gobernantes días más tarde.
Murieron niños, incluso, porque sus padres no se acercaban a darles comida por miedo al contagio.
Cosas de la estirpe humana, porque si uno no está dispuesto a dar la vida por su hijo, es que no quiere a nadie.
Viaje a Verona
Andrea era bella; muy bella. Intuía que tenía las piernas más bonitas del mundo, aunque sólo viera poco más que sus tobillos.
Viajaba a Verona para luego llegar hasta Milan, donde residía. Osé pedirle las señas para escribirle y no perder el contacto, pero el tren no esperaba.
Todo lo que hicimos antes de separamos, y no sabía si para siempre, fue darnos un abrazo y un amago de beso después de mirarnos a los ojos.
Ella no lo sabe, pero aquél abrazo me dio más felicidad en un instante, que todos los que me habían dado las mujeres que había conocido hasta la fecha.
Me hubiera gustado decirle que estuve mucho tiempo inclinado en las tardes tirando mis tristes redes en sus ojos oceánicos.
Y que en ellas, se estiraba y ardía, como en la más alta hoguera, una soledad que me abrazaba como a un náufrago.
Me hubiera gustado decirle: No sé si estás con otro, o tendrás hijos, o si ya te habrás olvidado de mí, pero no me importa lo más mínimo. Yo te amo y te amaré siempre, sin condiciones.
Aquí termina. No hay nada más escrito. Solo puedo deciros que, años más tarde, mi abuelo viajó a Milan y se casó con mi abuela Andrea.
El recuerdo de Alexia
Y debo llevar algo de esta historia en mi ADN, porque antes del confinamiento, en Palma de Mallorca, conocí a Alexia.
Nos miramos, hablamos brevemente, tomamos un café y en 30 segundos me enamoré de ella.
Y hoy preso, y sin saber si tiene pareja, hijos, o se ha casado tres veces, no solo la sigo amando, sino que la busco entre amigas y amigos italianos en Facebook para ver si la encuentro.
Es posible que ella esté haciendo lo mismo, pero cuando lo pienso bien, tampoco estoy seguro de que esto sea lo más conveniente.
Porque si la encontrara, no habría control policial terrestre, marino o aéreo que me impidiera viajar a Italia para encontarme con ella, abrazarla y darle un beso, ahora que los besos son más valiosos que un diamante.
De momento, sigo buscando en Internet, como un naúfrago emocional en busca del barco que le saque de esta isla en la que nos ha metido el coronavirus.
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